Hace unos días falleció Diego Armando Maradona, un gran ídolo deportivo, un tipo eximio, que supo ganarse el amor de muchos, muchísimos, en gran parte del mundo. Describirlo es perder tiempo, casi diría quién no conoce la vida de Maradona; quien no sabe de su inmensa capacidad para jugar a la pelota y su incapacidad para vivir en un mundo que lo trató como si fuera dios.
Yo gusto de llamarlo D10S, con ese juego entre la deidad y el número que lucía en su camiseta, porque Maradona y el 10 eran una única y unívoca cosa. El 10, hasta que llegó él era una posición más en un equipo de fútbol y pasó a ser el símbolo del más grande que hallamos visto. Porque muchos diez vimos jugar, algunos muy buenos, como el Pipo Gorosito o el Chiche Sosa en Belgrano, también está el más impresionante jugador de los últimos 20 años con ese número que es Lionel Messi, pero ninguno es ni será nunca D10S, porque Maradona era algo más que un jugador.
Me critican cuando lo llamo así. Creen inocentemente que lo igualo al Dios en el que creo y al que le profeso mi fe. Aquél del que me gusta estudiar su realidad y su ser en nosotros, tanto como personas y como pueblo reunidos en torno a la fraternidad universal que surge de haber sido creados a su imagen y semejanza. Pero no me importa, uno no debe explicar algunas cosas de su corazón. Uno no explica por qué ama a la mujer que tiene al lado, sólo lo dice; tampoco explicamos por qué uno es capaz de dar todo por el bienestar de sus hijos, sólo lo hace.
Dice el amigo Daniel Cabrera en una nota publicada en el Heraldo de Zaragoza, el 27/11: “La gráfica popular de su nombre sintetiza la pasión que despierta D10S. No en el sentido cristiano de un Dios definido por su perfección. Diego fue un héroe olímpico como en la Grecia de Píndaro o un dios sucio, como lo definió Eduardo Galeano”. Yo agregaría que se semejaba mucho al Odín de “American Gods” de Neil Gaimann, que luchaba contra el olvido con los nuevos dioses que hemos creado y a pesar de ser “el padre de todos” como lo definía la mitología escandinava, estaba lleno de vicios y casi se diría que sólo buscaba el placer, mientras cumplía con su misión.
Agregaría al concepto de Cabrera, siguiendo las definiciones de la sociología crítica, que era un dios del sur global. Habitualmente se denomina de este modo, no sólo a los países más pobres del planeta, que pueden o no estar ubicados geográficamente en el hemisferio sur, sino también a las regiones más pobres y sufridas de los países desarrollados. Algunos ni siquiera hablan de regiones, sino que utilizan este concepto para bolsones comunitarios, raciales, étnicos que sufren posiciones de debilidad respecto a los poderosos de sus países. Maradona representó a ellos. Eso quedó como un hito en su paso por Nápoles. Aún a casi 40 años de esa gesta, ese pueblo al que muchos italianos del norte desprecian, se acuerda de que un día, de la mano de D10S pudieron ponerle cara al norte poderoso y se llevaron el Scudetto que nunca habían alcanzado.
Diego tuvo idas y vueltas, sufrió recaídas y recuperaciones en sus enfermedades o en su enfermedad, como quiera verse o decirse, lo que nunca dejó de tener claro es de que lado estaba. Insultó al imperio estadounidense cuando no levantaba el bloqueo cubano; dijo lo que se le ocurrió del Vaticano cuando fue recibido por Juan Pablo II y se sintió agradecido con Francisco; no se olvidó nunca que creció en un Villa y sus primeros partidos importantes fueron en un campito de un baldío. Ese era Maradona, el dios mitológico que mientras describía gambetas reivindicativas como fue la del maravilloso gol a los ingleses en 1986, llenaba su cuerpo de sustancias destructivas o participaba en orgías que terminaban en embarazos que él no reconocía. Porque así son los hombres y también algunos dioses. Pero eso no le quitó lo maravilloso de su juego. Mi amigo Daniel Radío Presta, uruguayo y futbolero me recordaba en estos días lo que dijo cuando Dios fue suspendido del mundial de 1994: “Se acabó la poesía en el mundial, los demás juegan en prosa”. Bella metáfora de lo que sentíamos cada vez que lo veíamos jugar, sacando pecho y poniendo toda su carga de emotividad y liderazgo en cada pelota que tocaba.
Es por ello por lo que la gente lo lloró en todo el mundo. Un viejo dirigente político, hablando de esto me decía que el de Maradona fue el funeral más impresionante que había visto. Nos acordábamos del de Perón, o el de Evita o Néstor Kirchner que duraron largos días de asistencia de gente permanentemente, pero él me demostraba que fue el mayor, porque se realizó en todo el mundo a la vez. Cuando uno veía los homenajes en cada país, en cada partido del equipo, deporte o país que fuere, no podía más que tomar dimensión de lo que había sido esa figura. Figura que nosotros veíamos ajada, desgastada, sufriente y golpeada. Pero el mundo lo recordaba en su gloria, en sus goles, en sus bravuconadas en la cancha que lo hicieron ser quien era.
Con ese Diego quiero quedarme, con ese saltando después del gol a los ingleses en Méjico. Pero la realidad es que no puedo negar todo lo demás que fue, que hizo, que NO hizo (tal vez ahí es donde nos definimos realmente como personas, en lo que pudimos haber hecho y no hicimos). Por eso entiendo a todos los que me dicen que no tengo que decirle D10S. Comprendo los enfrentamientos que generó. Pienso en aquellos que hizo sufrir y me solidarizo con ellos. Pero que quieren que les diga, con Maradona murió el Odín del fútbol y lo voy a extrañar como si aún hoy estuviera jugando cada domingo o en cada partido de la selección. Ese es el problema que tenemos los que nos ponemos viejos y hace muchos años nos enamoramos de ese hermoso juego que es el fútbol y que se juega en verso, aunque veamos todo el tiempo sólo prosa.

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