Por el Pbro. Eduardo Casas
El diaconado, sobre todo el diaconado permanente, es una vocación, un carisma, un sacramento y un ministerio que se vive plenamente en coexistencia con la familia, el trabajo y la profesión particular de un hombre que se consagra al servicio.
Son muy ricos los textos del Concilio Vaticano II
donde se menciona explícitamente al diaconado[1]
y cuyo verdadero interés era la
restauración del diaconado permanente, con un horizonte abierto a realizaciones
plurales en la Iglesia contemporánea. Posteriormente, el diaconado ha sido
objeto de tratamiento o de mención en otros documentos del Magisterio
posconciliar.[2]
El Papa Francisco advierte que no se puede ver a los diáconos como medio
sacerdotes o medio laicos, no siendo ni
una cosa ni la otra. Esta mirada
debilita el carisma propio del diaconado. Tampoco es buena la imagen del diácono como una especie de
intermediario entre los fieles y pastores. No está ni a medio camino entre los sacerdotes y los
laicos, ni a medio camino entre los pastores y los fieles. El diaconado tiene
una identidad propia que no se define por carencia, por vinculación o por
complementación en relación a los otros grados del sacramento del orden sagrado.
El diaconado es una vocación específica y una
vocación familiar que llama al servicio. Una vocación que, al igual que todas
las vocaciones eclesiales no es solamente individual sino que se vive hacia
dentro de la familia y con la familia,
dentro del Pueblo de Dios y con el Pueblo de Dios ya que no hay vocación
eclesial que no sea familiar.
En el libro de los Hechos de los Apóstoles los
primeros cristianos se quejan a los Apóstoles de que sus viudas y sus huérfanos
no son bien atendidos. Para resolver tal situación hacen una reunión, un “sínodo” entre los Apóstoles y los
discípulos. Los Apóstoles instituyen así a los diáconos como servidores. El
diácono es el custodio del servicio en la Iglesia: el servicio de la Palabra,
el servicio del altar y el servicio a los pobres. A partir del servicio a Dios
y el servicio a los hermanos. El
diaconado es el sacramento del servicio a Dios y a los hermanos y tienen mucho
para dar en el discernimiento comunitario del clero.
Ellos deben vivir su ministerio pastoral sin
clericalismo. Cuando participan de la liturgia no toman el lugar del Obispo o
del presbítero. Tienen su propio lugar en la liturgia y en el ministerio de la
Iglesia. Tampoco deben ceder al activismo, ni al funcionalismo que los
considera una ayuda para cualquier cosa.[3]
La caridad pastoral del diaconado en la actualidad
responde, en particular, a estar al
servicio de las nuevas pobrezas: la pobreza material, la pobreza espiritual y
la pobreza cultural. Para esto no es suficiente anunciar la fe sólo con
palabras sino acompañar el anuncio del Evangelio con el ejercicio de la
caridad y el testimonio que son
esenciales al ministerio diaconal[4] junto algunas cualidades
humanas (la acogida, la sobriedad, la paciencia, la afabilidad, la fiabilidad y
la bondad de corazón, entre otras) que construyen el perfil pastoral propio del diaconado.[5]
En nuestra Arquidiócesis el Pueblo de Dios
respondiendo a la consulta del XI Sínodo sugirió: “visibilizar y valorar más la presencia del ministerio diaconal en nuestra
Arquidiócesis permitiendo que ellos tengan un mayor protagonismo en las
comunidades, en los Consejos Parroquiales, en las escuelas y en otros
organismos y ámbitos eclesiales ayudando, con su servicio, a toda la pastoral.
Es de desear que se incorporen más a las instancias de discernimiento y de
planificación pastoral de la Arquidiócesis y que el proceso de formación que
hacen con motivo de la preparación a su ministerio pueda estar gestionado y
animado por ellos mismos, aunque haya sacerdotes y laicos que colaboren. Hay
que incorporarlos a las reuniones habituales del clero y del Consejo
Presbiteral, transformando éste en un Consejo del Clero (sacerdotes y diáconos
juntos colaborando con el Obispo y sus Obispos auxiliares) para expresar la
totalidad de la riqueza del ministerio ordenado desde la Iglesia-Comunión respetando el carisma y el ministerio propio
de los diáconos sin que queden relegados a un segundo plano como si tuvieran
una vocación supletoria”.[6]
En nuestro país, la Conferencia Episcopal Argentina
solicitó a la Santa Sede la autorización para la restauración del diaconado el
7 de julio de 1965 y se registra que los primeros diáconos fueron ordenados
después del año 1970. El diaconado es una vocación, un carisma y un
ministerio en sí mismo, con identidad teológica, pastoral y espiritual. No es
un camino complementario, ni un “premio
consuelo” para quienes, por diversas razones, no pueden formarse para
sacerdotes. Tampoco es un privilegio para “ascender”
eclesialmente o tener un protagonismo relevante en la comunidad. Es
fundamentalmente un servicio con especial dedicación a los más pobres.

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