03 diciembre 2020

88 Frases 'Vivificadoras'

 

FRATELLI TUTTI


Se me había ocurrido llamar a esta selección de frases: 'Frases matadoras', pero pensándolo bien, estas frases no alientan la muerte sino la vida, por lo que las llamé 'Frases vivificadoras'

Las 88 Frases:

De ese modo (San Francisco de Asis) fue un padre fecundo que despertó el sueño de una sociedad fraterna, porque «sólo el hombre que acepta acercarse a otros seres en su movimiento propio, no para retenerlos en el suyo, sino para ayudarles a ser más ellos mismos, se hace realmente padre».

 El bien, como también el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre; han de ser conquistados cada día. No es posible conformarse con lo que ya se ha conseguido en el pasado e instalarse, y disfrutarlo como si esa situación nos llevara a desconocer que todavía muchos hermanos nuestros sufren situaciones de injusticia que nos reclaman a todos».

  «La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos».

 La política se vuelve cada vez más frágil frente a los poderes económicos transnacionales que aplican el “divide y reinarás”.

 Se alienta también una pérdida del sentido de la historia que disgrega todavía más. Se advierte la penetración cultural que deja en pie únicamente la necesidad de consumir sin límites y la acentuación de muchas formas de individualismo sin contenidos.

 Hoy en muchos países se utiliza el mecanismo político de exasperar, exacerbar y polarizar. Por diversos caminos se niega a otros el derecho a existir y a opinar, y para ello se acude a la estrategia de ridiculizarlos, sospechar de ellos, cercarlos. No se recoge su parte de verdad, sus valores, y de este modo la sociedad se empobrece y se reduce a la prepotencia del más fuerte.

 En el fondo «no se considera ya a las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o discapacitadas, si “todavía no son útiles” —como los no nacidos—, o si “ya no sirven” —como los ancianos—.

 Mientras una parte de la humanidad vive en opulencia, otra parte ve su propia dignidad desconocida, despreciada o pisoteada y sus derechos fundamentales ignorados o violados».

 ¿Qué dice esto acerca de la igualdad de derechos fundada en la misma dignidad humana?

 Hoy como ayer, en la raíz de la esclavitud se encuentra una concepción de la persona humana que admite que pueda ser tratada como un objeto.

 Reaparece «la tentación de hacer una cultura de muros, de levantar muros, muros en el corazón, muros en la tierra para evitar este encuentro con otras culturas, con otras personas. Y cualquiera que levante un muro, quien construya un muro, terminará siendo un esclavo dentro de los muros que ha construido, sin horizontes. Porque le falta esta alteridad».

 El aislamiento y la cerrazón en uno mismo o en los propios intereses jamás son el camino para devolver esperanza y obrar una renovación, sino que es la cercanía, la cultura del encuentro.

 Es verdad que una tragedia global como la pandemia de Covid-19 despertó durante un tiempo la consciencia de ser una comunidad mundial que navega en una misma barca, donde el mal de uno perjudica a todos.

 «La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades.

 El dolor, la incertidumbre, el temor y la conciencia de los propios límites que despertó la pandemia, hacen resonar el llamado a repensar nuestros estilos de vida, nuestras relaciones, la organización de nuestras sociedades y sobre todo el sentido de nuestra existencia.

 Tanto desde algunos regímenes políticos populistas como desde planteamientos económicos liberales, se sostiene que hay que evitar a toda costa la llegada de personas migrantes. Al mismo tiempo se argumenta que conviene limitar la ayuda a los países pobres, de modo que toquen fondo y decidan tomar medidas de austeridad. No se advierte que, detrás de estas afirmaciones abstractas difíciles de sostener, hay muchas vidas que se desgarran.

 Comprendo que ante las personas migrantes algunos tengan dudas y sientan temores. Lo entiendo como parte del instinto natural de autodefensa. Pero también es verdad que una persona y un pueblo sólo son fecundos si saben integrar creativamente en su interior la apertura a los otros. El miedo nos priva así del deseo y de la capacidad de encuentro con el otro».

 La conexión digital no basta para tender puentes, no alcanza para unir a la humanidad.

 La agresividad social encuentra en los dispositivos móviles y ordenadores un espacio de ampliación sin igual.

 La verdadera sabiduría supone el encuentro con la realidad.

 La esperanza es audaz, sabe mirar más allá de la comodidad personal, de las pequeñas seguridades y compensaciones que estrechan el horizonte, para abrirse a grandes ideales que hacen la vida más bella y digna».

Al amor no le importa si el hermano herido es de aquí o es de allá. Porque es el «amor que rompe las cadenas que nos aíslan y separan, tendiendo puentes; amor que nos permite construir una gran familia donde todos podamos sentirnos en casa.

Como todos estamos muy concentrados en nuestras propias necesidades, ver a alguien sufriendo nos molesta, nos perturba, porque no queremos perder nuestro tiempo por culpa de los problemas ajenos. Estos son síntomas de una sociedad enferma, porque busca construirse de espaldas al dolor.

Con sus gestos, el buen samaritano reflejó que «la existencia de cada uno de nosotros está ligada a la de los demás: la vida no es tiempo que pasa, sino tiempo de encuentro».

Hundir a un pueblo en el desaliento es el cierre de un círculo perverso perfecto: así obra la dictadura invisible de los verdaderos intereses ocultos, que se adueñaron de los recursos y de la capacidad de opinar y pensar. 

Gozamos de un espacio de corresponsabilidad capaz de iniciar y generar nuevos procesos y transformaciones. Seamos parte activa en la rehabilitación y el auxilio de las sociedades heridas. Hoy estamos ante la gran oportunidad de manifestar nuestra esencia fraterna, de ser otros buenos samaritanos que carguen sobre sí el dolor de los fracasos, en vez de acentuar odios y resentimientos. 

El judío Jesús no nos invita a preguntarnos quiénes son los que están cerca de nosotros, sino a volvernos nosotros cercanos, prójimos. 

Hay en cada uno de nosotros «una ley de éxtasis: salir de sí mismo para hallar en otro un crecimiento de su ser». Por ello «en cualquier caso el hombre tiene que llevar a cabo esta empresa: salir de sí mismo». 

Por su propia dinámica, el amor reclama una creciente apertura, mayor capacidad de acoger a otros, en una aventura nunca acabada que integra todas las periferias hacia un pleno sentido de pertenencia mutua.

Cada hermana y hermano que sufre, abandonado o ignorado por mi sociedad es un forastero existencial, aunque haya nacido en el mismo país. 

Si una globalización pretende igualar a todos, como si fuera una esfera, esa globalización destruye la riqueza y la particularidad de cada persona y de cada pueblo».

 Pero el individualismo radical es el virus más difícil de vencer. 

Todo ser humano tiene derecho a vivir con dignidad y a desarrollarse integralmente, y ese derecho básico no puede ser negado por ningún país. 

Quiero destacar la solidaridad, que «como virtud moral y actitud social, fruto de la conversión personal, exige el compromiso de todos aquellos que tienen responsabilidades educativas y formativas. 

Solidaridad es una palabra que no cae bien siempre; pero es una palabra que expresa mucho más que algunos actos de generosidad esporádicos. Es pensar y actuar en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. 

El derecho a la propiedad privada sólo puede ser considerado como un derecho natural secundario y derivado del principio del destino universal de los bienes creados. 

Recordemos que «la inequidad no afecta sólo a individuos, sino a países enteros, y obliga a pensar en una ética de las relaciones internacionales». 

Si bien se mantiene el principio de que toda deuda legítimamente adquirida debe ser saldada, el modo de cumplir este deber que muchos países pobres tienen con los países ricos no debe llegar a comprometer su subsistencia y su crecimiento. 

Nuestros esfuerzos ante las personas migrantes que llegan pueden resumirse en cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar. 

«Las historias de los migrantes también son historias de encuentro entre personas y entre culturas: para las comunidades y las sociedades a las que llegan son una oportunidad de enriquecimiento y de desarrollo humano integral de todos». 

Quien no vive la gratuidad fraterna, convierte su existencia en un comercio ansioso, está siempre midiendo lo que da y lo que recibe a cambio. 

Cabe recordar que «entre la globalización y la localización también se produce una tensión. Hace falta prestar atención a lo global para no caer en una mezquindad cotidiana. Al mismo tiempo, no conviene perder de vista lo local, que nos hace caminar con los pies sobre la tierra. 

Así como no hay diálogo con el otro sin identidad personal, del mismo modo no hay apertura entre pueblos sino desde el amor a la tierra, al pueblo, a los propios rasgos culturales. 

No es posible ser sanamente local sin una sincera y amable apertura a lo universal, sin dejarse interpelar por lo que sucede en otras partes, sin dejarse enriquecer por otras culturas o sin solidarizarse con los dramas de los demás pueblos.

Hoy ningún Estado nacional aislado está en condiciones de asegurar el bien común de su propia población. 

Para hacer posible el desarrollo de una comunidad mundial, hace falta la mejor política puesta al servicio del verdadero bien común. En cambio, desgraciadamente, la política hoy con frecuencia suele asumir formas que dificultan la marcha hacia un mundo distinto. 

Hay líderes populares capaces de interpretar el sentir de un pueblo, su dinámica cultural y las grandes tendencias de una sociedad. Pero deriva en insano populismo cuando se convierte en la habilidad de alguien para cautivar en orden a instrumentalizar políticamente la cultura del pueblo, con cualquier signo ideológico, al servicio de su proyecto personal y de su perpetuación en el poder. 

La categoría de pueblo, que incorpora una valoración positiva de los lazos comunitarios y culturales, suele ser rechazada por las visiones liberales individualistas, donde la sociedad es considerada una mera suma de intereses que coexisten. 

El mercado solo no resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal. Se trata de un pensamiento pobre, repetitivo, que propone siempre las mismas recetas frente a cualquier desafío que se presente.

 

Hace falta pensar en la participación social, política y económica de tal manera «que incluya a los movimientos populares y anime las estructuras de gobierno locales, nacionales e internacionales con ese torrente de energía moral que surge de la incorporación de los excluidos en la construcción del destino común» 

Me permito repetir que «la crisis financiera de 2007-2008 era la ocasión para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios éticos y para una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia. Pero no hubo una reacción que llevara a repensar los criterios obsoletos que siguen rigiendo al mundo». Es más, parece que las verdaderas estrategias que se desarrollaron posteriormente en el mundo se orientaron a más individualismo, a más desintegración, a más libertad para los verdaderos poderosos que siempre encuentran la manera de salir indemnes.

Al poder político le cuesta mucho asumir este deber en un proyecto de nación» y más aún en un proyecto común para la humanidad presente y futura.

La sociedad mundial tiene serias fallas estructurales que no se resuelven con parches o soluciones rápidas meramente ocasionales. Hay cosas que deben ser cambiadas con replanteos de fondo y transformaciones importantes. 

Un individuo puede ayudar a una persona necesitada, pero cuando se une a otros para generar procesos sociales de fraternidad y de justicia para todos, entra en «el campo de la más amplia caridad, la caridad política».

«El amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y político, y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor». Por esa razón, el amor no sólo se expresa en relaciones íntimas y cercanas, sino también en «las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas». 

El amor social es una «fuerza capaz de suscitar vías nuevas para afrontar los problemas del mundo de hoy y para renovar profundamente desde su interior las estructuras, organizaciones sociales y ordenamientos jurídicos».

Es caridad acompañar a una persona que sufre, y también es caridad todo lo que se realiza, aun sin tener contacto directo con esa persona, para modificar las condiciones sociales que provocan su sufrimiento. 

Las mayores angustias de un político no deberían ser las causadas por una caída en las encuestas, sino por no resolver efectivamente «el fenómeno de la exclusión social y económica, con sus tristes consecuencias de trata de seres humanos. 

Todavía estamos lejos de una globalización de los derechos humanos más básicos. 

«Amar al más insignificante de los seres humanos como a un hermano, como si no hubiera más que él en el mundo, no es perder el tiempo». 

También en la política hay lugar para amar con ternura. «¿Qué es la ternura? Es el amor que se hace cercano y concreto. 

Porque, después de unos años, reflexionando sobre el propio pasado la pregunta no será: “¿Cuántos me aprobaron, cuántos me votaron, cuántos tuvieron una imagen positiva de mí?”. Las preguntas, quizás dolorosas, serán: “¿Cuánto amor puse en mi trabajo, en qué hice avanzar al pueblo, qué marca dejé en la vida de la sociedad, qué lazos reales construí, qué fuerzas positivas desaté, cuánta paz social sembré, qué provoqué en el lugar que se me encomendó?”. 

El diálogo persistente y corajudo no es noticia como los desencuentros y los conflictos, pero ayuda discretamente al mundo a vivir mejor, mucho más de lo que podamos darnos cuenta. 

Un país crece cuando sus diversas riquezas culturales dialogan de manera constructiva: la cultura popular, la universitaria, la juvenil, la artística, la tecnológica, la cultura económica, la cultura de la familia y de los medios de comunicación». 

El auténtico diálogo social supone la capacidad de respetar el punto de vista del otro aceptando la posibilidad de que encierre algunas convicciones o intereses legítimos.

Pensemos que «las diferencias son creativas, crean tensión y en la resolución de una tensión está el progreso de la humanidad». 

El relativismo no es la solución. Envuelto detrás de una supuesta tolerancia, termina facilitando que los valores morales sean interpretados por los poderosos según las conveniencias del momento. 

Lo que llamamos “verdad” no es sólo la difusión de hechos que realiza el periodismo. Es ante todo la búsqueda de los fundamentos más sólidos que están detrás de nuestras opciones y también de nuestras leyes. 

Aun cuando los hayamos reconocido y asumido gracias al diálogo y al consenso, vemos que esos valores básicos están más allá de todo consenso, los reconocemos como valores trascendentes a nuestros contextos y nunca negociables. 

Que todo ser humano posee una dignidad inalienable es una verdad que responde a la naturaleza humana más allá de cualquier cambio cultural. 

Hablar de “cultura del encuentro” significa que como pueblo nos apasiona intentar encontrarnos, buscar puntos de contacto, tender puentes, proyectar algo que incluya a todos. 

Ignorar la existencia y los derechos de los otros, tarde o temprano provoca alguna forma de violencia, muchas veces inesperada. 

El individualismo consumista provoca mucho atropello. Los demás se convierten en meros obstáculos para la propia tranquilidad placentera. Entonces se los termina tratando como molestias y la agresividad crece. 

«El proceso de paz es un compromiso constante en el tiempo. Es un trabajo paciente que busca la verdad y la justicia, que honra la memoria de las víctimas y que se abre, paso a paso, a una esperanza común, más fuerte que la venganza». 

La verdadera reconciliación se alcanza de manera proactiva, «formando una nueva sociedad basada en el servicio a los demás, más que en el deseo de dominar; una sociedad basada en compartir con otros lo que uno posee, más que en la lucha egoísta de cada uno por la mayor riqueza posible; una sociedad en la que el valor de estar juntos como seres humanos es definitivamente más importante que cualquier grupo menor, sea este la familia, la nación, la raza o la cultura».

Pero los procesos efectivos de una paz duradera son ante todo transformaciones artesanales obradas por los pueblos, donde cada ser humano puede ser un fermento eficaz con su estilo de vida cotidiana. Las grandes transformaciones no son fabricadas en escritorios o despachos. 

La paz «no sólo es ausencia de guerra sino el compromiso incansable —especialmente de aquellos que ocupamos un cargo de más amplia responsabilidad— de reconocer, garantizar y reconstruir concretamente la dignidad tantas veces olvidada o ignorada de hermanos nuestros, para que puedan sentirse los principales protagonistas del destino de su nación». 

Algunos prefieren no hablar de reconciliación porque entienden que el conflicto, la violencia y las rupturas son parte del funcionamiento normal de una sociedad. Otros sostienen que dar lugar al perdón es ceder el propio espacio para que otros dominen la situación. Otros creen que la reconciliación es cosa de débiles. Incapaces de enfrentar los problemas, eligen una paz aparente. 

No se trata de proponer un perdón renunciando a los propios derechos ante un poderoso corrupto, ante un criminal o ante alguien que degrada nuestra dignidad.

Perdonar no quiere decir permitir que sigan pisoteando la propia dignidad y la de los demás, o dejar que un criminal continúe haciendo daño. Quien sufre la injusticia tiene que defender con fuerza sus derechos y los de su familia precisamente porque debe preservar la dignidad que se le ha dado, una dignidad que Dios ama. 

Es necesario reconocer en la propia vida que «también ese duro juicio que albergo en mi corazón contra mi hermano o mi hermana, esa herida no curada, ese mal no perdonado, ese rencor que sólo me hará daño, es un pedazo de guerra que llevo dentro, es un fuego en el corazón, que hay que apagar para que no se convierta en un incendio». 

Cuando los conflictos no se resuelven sino que se esconden o se entierran en el pasado, hay silencios que pueden significar volverse cómplices de graves errores y pecados. Pero la verdadera reconciliación no escapa del conflicto sino que se logra en el conflicto, superándolo a través del diálogo y de la negociación transparente, sincera y paciente. 

Si el perdón es gratuito, entonces puede perdonarse aun a quien se resiste al arrepentimiento y es incapaz de pedir perdón.

Los que perdonan de verdad no olvidan, pero renuncian a ser poseídos por esa misma fuerza destructiva que los ha perjudicado. 

El perdón es precisamente lo que permite buscar la justicia sin caer en el círculo vicioso de la venganza ni en la injusticia del olvido. 

Hay dos situaciones extremas que pueden llegar a presentarse como soluciones que no resuelven los problemas que pretenden superar y no hacen más que agregar nuevos factores de destrucción en el tejido de la sociedad nacional y universal.

Se trata de la guerra y de la pena de muerte. 

«Hay quienes buscan soluciones en la guerra, que frecuentemente «se nutre de la perversión de las relaciones, de ambiciones hegemónicas, de abusos de poder, del miedo al otro y a la diferencia vista como un obstáculo». 

En nuestro mundo ya no hay sólo “pedazos” de guerra en un país o en otro, sino que se vive una “guerra mundial a pedazos”, porque los destinos de los países están fuertemente conectados entre ellos en el escenario mundial.

Toda guerra deja al mundo peor que como lo había encontrado. La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad, una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal. 

Y con el dinero que se usa en armas y otros gastos militares, constituyamos un Fondo mundial, para acabar de una vez con el hambre y para el desarrollo de los países más pobres. 

Hoy decimos con claridad que «la pena de muerte es inadmisible» y la Iglesia se compromete con determinación para proponer que sea abolida en todo el mundo. 

Las distintas religiones, a partir de la valoración de cada persona humana como criatura llamada a ser hijo o hija de Dios, ofrecen un aporte valioso para la construcción de la fraternidad y para la defensa de la justicia en la sociedad. 

Porque «la razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad». 

La Iglesia «tiene un papel público que no se agota en sus actividades de asistencia y educación» sino que procura «la promoción del hombre y la fraternidad universal». 

La Iglesia valora la acción de Dios en las demás religiones, y «no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que […] no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres». 

Hay un derecho humano fundamental que no debe ser olvidado en el camino de la fraternidad y de la paz; el de la libertad religiosa para los creyentes de todas las religiones. 

A veces la violencia fundamentalista, en algunos grupos de cualquier religión, es desatada por la imprudencia de sus líderes. Pero «el mandamiento de la paz está inscrito en lo profundo de las tradiciones religiosas que representamos. […] Los líderes religiosos estamos llamados a ser auténticos “dialogantes”, a trabajar en la construcción de la paz no como intermediarios, sino como auténticos mediadores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Sumario

    Editorial                     Séptima entrega   Herramienta para superar conflictos con los vecinos                    Mónica Corn...