15 octubre 2020

Un millón de Miguelitos


                    EL CORAZON HABLA EN LA PANDEMIA


            Por  Lalo Gil Greco

         “Ahora cuento uno yo: dice que un correntino visitaba el Museo

         de San Martín y el guía le explicaba: esta es la Sala de

        Uniformes. Este es el que usaba el prócer.

        Y el correntino: ahhhhhhhh Mi General….no tenía

        charreteras, eh!!!!!

         En esta esta sala están las armas de San Martín, fíjese.    

         Y el correntino: ahhhhhhhhh Mi General…. no tenía sable,

         eh!!!!!. 

         Finalmente, dijo el guía, esta es la urna con las cenizas del

         prócer.

         Y el correntino: ahhhhhhhhhh Mi General…..no fuma-

         ba nada, eh!!!!!!.

         Y entre medio de grandes carcajadas y risas sonoras, 

         Miguelito se levantaba de la silla y completaba la humorada

         agradeciendo a los presentes con gestos grandilocuentes.

         Acababa de  instituir el “ahhhhhh  Mi General……” como 

         paradigma de broma en el grupo. Cuando alguno de los 

         amigos se enojaba por algo, Miguelito le decía: “ahhhhhhh Mi

         General……no te enfurecés nada, eh!!!!!!!”

                                     

Miguelito tiene 65 años. Es un gran aficionado a contar cuentos. Cuentos que él mismo suele festejar tan pomposamente, que a veces los amigos festejan eso mas que el propio cuento.  
Sale de su casa como cada día desde hace 10 años, para ir a visitar sus clientes, montado en una bicicleta que le obligaba a pedalear con fuerza. Los negocios de todos los rubros, fueran cuales fueran los productos o servicios que ofrecen,  cada 15 días reciben su visita.
Este debe ser el trabajo que mas disfruta. Comenzó a los 11 años, cuando aún iba a la primaria, con gran punzón filoso en mano y cubierto del atuendo blanco de rigor, como encargado de constatar si las reses faenadas estaban en buen estado, extrayendo los ganglios mandibulares para su inspección. El frigorífico le permitió el puesto porque su madre trabajaba allí. Menuda responsabilidad para un chiquillo que en lugar de estar jugando a la pelota con sus amigos cargaba con la mochila del apto cárnico. Estuvo allí un par de años.
Consiguió una “mejora laboral” en un taller de chapa y pintura donde debía lavar cada día todo el arsenal de cacharros de todo tamaño y forma al  final de la tarde.  Cuando regresaba a su casa al anochecer, los chicos del barrio –con los cuales jugaba a los “cawboys” con pistolas y fusiles por todos los techos, patios y recovecos de las casas- lo esperaban para enterarse si habían arreglado o pintado el auto de algún conocido.
Porque eso sí: trabajaba y estudiaba, pero los “picaditos” del finde, las “piedras libres” de las noches de verano, las “pasaditas” en bicicleta a las chicas de la esquina, las ardientes “discusiones”  sobre si Boca o River era el mejor, si Ford o el Chevrolet era el mas rápido, si el autito con plomo con el que daban vuelta a la manzana en carreras épicas…..eso era religión. Había que cumplirlo como precepto divino. Y así forjó Miguelito una amistad entre los chicos del barrio que quedaría adormecida por años mientras buscaba su destino en otros rumbos.
A los 15 partió a Rosario –“allí conocí a Daniel Toro, en una peña”-. Fue peón de albañil. Volvió al pueblo para hacer chacinados en otro frigorífico hasta que siguió hacia Buenos Aires, buscando mayores posibilidades de progreso laboral y económico.
Ingresó en una heladería. Aprendió la elaboración artesanal, los secretos del mercado y los gustos del público. Y sus propios gustos, porque cuando logró vivir de su trabajo –esto era: subsistir,  desarrolló un especial deleite por la noche porteña. Con los compañeros de trabajo, una vez finalizada la jornada, partían raudamente hacia el cabaret previamente consensuado.
Pero en otoño e invierno cuando la heladería estaba de receso, trabajaba en una panadería durante 9 años hasta que el negocio quebró y quedó sin nada. Entonces continuó por otros 5 años haciendo changas de panaderías porque en aquel entonces el mismo sindicato se encargaba de conseguirlas.
Después fue guardia de seguridad, encargado de un galpón, playero en estacionamiento, cadete, distribuidor de mercancías a domicilio hasta que 
se dedicó a la serigrafía, rubro que comenzó a dominar con pericia. Dió el salto a vendedor de servicios gráficos de una imprenta que le ofreció la posibilidad. Y allí continúa, “bicicleta amiga y labia para vender”.
Cada tanto viajaba al pueblo a ver su madre, que ya se había separado del policía y que había cambiado de domicilio. Visitaba a su madre pero dejó de ver a los chicos del barrio, de los cuales recordaba casi a la perfección las incontables  fechorías infantiles de cuya trama había surgido aquella amistad llena de inocencia, imitaciones y grandes ilusiones. Eso no se borraría jamás de la mente de Miguelito.      
Después de 30 años debió volver a su pago definitivamente a cuidar su madre enferma. Llegó con lo puesto. Apenas unos pequeños ahorros. Pero vivía según su filosofía: no me falta nada y algunos gustos me doy. “No tengo nada pero he vivido la vida: de joven disfruté todo lo que pude,  me casé, eduqué 3 hijos, me separé,  trabajé desde los 11 años y voy a trabajar hasta el último día…aunque espero que ahora que tengo la edad y los aportes hechos, me llegue la jubilación”.
Miguelito era de esos pobres que en realidad son ricos porque aprendieron a vencer la esclavitud y la idolatría del dinero. Claro que trabajaba para ganarlo, y si podía en mayor medida, mejor. Pero cuando hacía un alto en el pedaleo diario para conversar con alguien, se mostraba como un hombre que había triunfado en la vida. Gran cantor de canciones folklóricas, cuentero oportuno, sonrisa franca…caminaba con toda tranquilidad por la vida.
Los otros familiares, con argumentos de diversa índole, desaparecieron cuando Doña Esther más los necesitaba. Los mismos que había acunado en su regazo con no poco sacrificio de humilde trabajadora, ahora parece que tenían cosas mas importantes que hacer.
Se instaló Miguelito en su nueva función de enfermero-hijo-médico-marido-cadete y psicólogo. Al tiempo debía continuar su trabajo que había devenido en imprentero. De manera que talonarios de recibos para un cliente, facturas A, B ó C para otro, calcoma-                                         nías, almanaques, tarjetas de presentación y toda otra necesidad gráfica inventada o por inventar, Miguelito lo solucionaba con su “poder de convencimiento”, “la labia que le dicen, porque yo llego y el cliente ya sabe que me puede contar sus problemas y yo  le doy ánimo, viste como es esto….”.
Después de 6 años  Doña Esther falleció.  Miguelito, con el mismo tesón y la inquebrantable confianza en sí mismo que le permitió tutear a la vida desde chico, continuó recorriendo los negocios de la ciudad de 9 de la mañana hasta las 20 hs.  En que la mayoría de los comercios termina la jornada.  
En uno de esos tantos recorridos en bicicleta por la ciudad, pasó  un día por las calles del barrio de su infancia. Sus amigos sesentones también sesentones solían reunirse bajo la sombra de unos árboles a la vera del pavimento. Miguelito pasó y uno de ellos lo reconoció:  “ehhhhhh miguelitooooooooooooooooo……saludá che……o ya te olvidaste de los amigos…”. Detuvo de inmediato la marcha. Frunció el ceño tras unos anteojos de mucho aumento, y bajó.
“ehhhhh pitío!!!!!!! estás pelado!!!!!!”  le dijo a uno mientras lo abrazaba con emoción,“uhhhhhhh  gato!!!!!! como andás , viejo!!!!!!!”, “eyyyyyyyyyyy fosforito!!!!!!! que contás!!!!”  
 Y así miguelito comenzó a participar de los asados de los viernes en el taller mecánico de la cuadra, aquel que 55 años atrás servía de guarida para las travesuras con los otros bandidos.  El mismo que 55 años atrás fuera el terreno donde se forjó esta amistad que después de un paréntesis de  cinco décadas y media, encontraba a sus protagonistas enlazados como en aquel entonces. La amistad se retomaba en donde la habían dejado.
Los otros amigos habían tomado también cada uno su rumbo. Algunos habían desaparecido de la ciudad casi por tantos años como Miguelito. Otros absorbidos por sus trabajos y las nuevas relaciones que eso implica, también habían dejado aquella cuadra, otrora de tierra polvorienta y gran oscuridad, ahora pavimentada y luminizada con leds.
En los asados Miguelito mostraba su alegría, aumentada tras el reencuentro con la vieja tropilla.  Estaba contento con su trabajo, vivía como había vivido toda su vida: con lo justo, pero feliz. Reía, contaba anécdotas de las más variadas especies según fuera el lugar de trabajo que refería y siempre terminaba con esa gran carcajada que en sí misma era motivo de risa para el resto. Miguelito disfrutaba pero trabajaba mucho. Y vivía de su trabajo que, a fuerza de pedaleo de sol a sol, nunca le faltaba. Así, disfruta- ba su vida.
Hasta que llegó la pandemia. Entonces lo que primero fue una merma en los encargos que le hacían para imprimir, se fue transformando paulatinamente en suspensión total de impresiones. Nadie quería dar un paso hasta saber que iba a pasar con el Covid.
Aún así tardó Miguelito tres meses para aceptar  ante sus amigos el estado de necesidad que lo abrasaba. Sin ingresos, la jubilación que no llega porque no hay turnos en ANSES, los ahorros se habían acabado.
Fue idea de “Pitío” comenzar la ayuda a Miguelito. Se iba cada día hasta su casa para llevarle el almuerzo. Abundante, a ver si quedaba algo para la noche. Miguelito le agradecía con su sonrisa estentórea y sus frases célebres que invariablemente culminaban con “viste como es esto, Pitío”.
Con la excusa de que conocía alguien en Cáritas, “Boro” le pidió a Miguelito que confeccionara una lista de todos los alimentos que necesitaba para subsistir durante 15 días.  La economía de “Boro” distaba mucho –muchísimo- de una segura tranquilidad. No obstante, buscando precio aquí y allá, logró reunir completa la lista de Miguelito. Eso significaba paz en el alma. Para “pitío”, para “boro” , para “el turco”, para “Cantinflas” , para “cheyo” y los otros amigos.
Porque así son mas felices los que por amor se desprenden para sus hermanos en necesidad y comparten con otro lo que no es felicidad difrutarlo solo.
El grupo de  amigos estaba siempre en guardia para reemplazar a los otros en la ayuda y “los turnos” comenzaron a funcionar  tan aceitadamente que a Miguelito ni cigarros le faltaban. 
Después de meses, fue especialmente celebrado el momento en que –durante un almuerzo de domingo que uno de los amigos compartía en su casa con su familia, otros amigos y Miguelito- la hija mayor de Miguelito le realizó una videollamada, pues por la pandemia hacía meses que no lo veía, y agradeció en nombre de los otros hijos “toda la ayuda que están dando a mi padre, tanto la ayuda material como la amistad que tan feliz lo tiene”.
Dicen las ciencias humanas que en las grandes adversidades aflora lo mejor y lo peor del ser humano. Tienen lugar en el corazón de los hombres las luchas terribles entre el indivualismo egoísta que tironea con fuerza hacia el “me salvo yo, los otros que se arreglen” y el corazón solidario que ven en el otro su mismo yo necesitado, el “salvémosnos juntos”.

Si cualquiera de los amigos de Miguelito fuese preguntado: porqué lo hacen?, la respuesta no pasaría del sentido común: porque lo necesita. No habrían podido recurrir –porque seguro que no los conocen- a ningún argumento teológico, ni filosófico, ni sociológico ni científico. Solo el impulso de aquella parte mas noble del interior del hombre, que roza lo divino en la búsqueda de la paz, de la justicia, de la nobleza, con el virtuosismo propio del alma que mira lo humano.
Este gesto de grandeza ocurrió en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, para evitar revelación de identidades. Pero habrá un millón de Miguelitos en otros cientos de lugares donde también el corazón habla en la pandemia.


                                                              

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